Divorciada, madre y para completar: ¡hija, hermana y cuñada!


Desconcertada, con el tiempo del mundo en sus manos... y nadie a quien contarle.




viernes, 15 de abril de 2011

La hora irreal

Las mujeres hacemos cosas raras a las seis de la mañana. Cosas como probar un nuevo maquillaje, teñirnos el pelo o llorar. 
Si la cosa viene de autocastigo inconciente, que no es lo mismo que inconciente autocastigo, seguro nos cortamos el pelo...y  lloramos después.
   Ni clara ni oscura, incapacitada para decidirse a pertenecer al día o a la noche, las seis es la hora de las confesiones, no solo  ante el inevitable espejo del baño sino ante el otro, ese, que insiste en ensancharnos y que después del segundo embarazo probablemente hayamos mudado de nuestra habitación a la de los chicos o al cuartito de planchado, que, también después del segundo hijo, pisamos a las apuradas medio dormidas, a medio vestir, o escuchando la tabla del nueve, porque, si existe algo seguro después del segundo hijo, ese algo es que una no puede estar sola ni cuando se ducha (última y a las apuradas), mucho menos en el cuartito de planchar, que probablemente a esa altura haya sido rebautizado con el pintoresco nombre:  el cuartito de los cachivaches del fondo. Cachivaches que  van desde el moisés, el coche, el corralito, el andador, el bebesit,  las cajas de la ropita de cuando los chicos eran bebés, la caja con dientecitos de leche –que no se llevó el ratón Pérez-, la caja de los autitos, la caja de los peluches -que es la más grande, genralmete de televisor-, la caja la de las muñecas, la de los rompecabezas, ladrillitos y otras monstruosidades didácticas, la caja de los cuadernos de cuando aprendieron a dibujar, de cuando aprendieron a escribir, de cuando aprendieron inglés, de cuando entraron a la secundaria, de cuando... En fin, todo clasificado, ordenado  y etiquetado, hasta la olla a presión que la tía abuela nos regaló para el casamiento, que no usaremos nunca, pero que guardaremos veinte o treinta años antes de decidirnos a regalarla porque tirarla... ¡Jamás!
  
   Las seis: la hora irreal. En realidad los quince minutos irreales, porque a las seis y cuarto suena el despertador y empieza, bueno, todo eso que empieza y dura todo el día.
  
  
  
    

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