Divorciada, madre y para completar: ¡hija, hermana y cuñada!


Desconcertada, con el tiempo del mundo en sus manos... y nadie a quien contarle.




jueves, 7 de octubre de 2010

Los Cuenca

Los Cuenca somos una familia grande, grandísima, así que si uno no se ocupa de uno, nadie lo hace, es por eso, que a los codazos, nos abrimos paso en el mundo sin el menor temor, porque antes practicamos dentro, dentro de los Cuenca y “entre” los Cuenca, como Dios manda.
Como ya dije en algún momento con anterioridad, los Cuenca somos como las langostas (muchos y persistentes, persistentes depositadores de Cuencas en el mundo), y también, al igual que las langostas, viajamos en patota cuando la ocasión lo amerita; como para los entierros.
Es que en mi familia, con los entierros hacemos como con los casamientos, vamos todos. Viajamos desde donde sea, aunque sepamos que vamos a llegar para cuando estén sellando el cajón, que, como cualquiera sabe, es el momento más dramático. Lo hacemos así porque no queremos quedarnos fuera en la herencia, es a que a nuestros muertos, les gusta dejarnos a cada quien lo suyo. Así que nos apuramos, ni bien recibimos la noticia, trepamos a los automóviles sin olvidarnos del mate y viajamos… viajamos. Como para el funeral de mi viejo, en el que además hasta viajó él, en una cajita pesada, blanca y fría, sobre el asiento del auto, escuchando putear a mi hermano por la neblina, pelear a mis sobrinos con mis hijos, viendo comerse las uñas a mi hermana, que se la pasó revoleando el permiso de circulación que nos dieron en el cementerio en cada caminera que cruzábamos (aunque nadie nos pedía nada) y lloriquear un poquito a mamá, como corresponde a toda viuda decente.
Como decía, viajamos todos, por lo de la herencia, por no llega tarde a la repartija, no de los campos, porque a los campos los perdió, uno a uno, el bisabuelo Ramón, por negarse a pagar los impuestos, sino del muerto, y es que, mientras todo ocurre, es decir el desfile de amigos, vecinos, sandwichitos y colados, no reímos de todas las que hizo el finado hasta que le tocó que lo pongamos en la caja. Nos reímos tanto que se nos caen las lágrimas, es por eso que parece que lloramos, nos reímos, en parte, porque no somos muy amigos de las lamentaciones y además, porque nos gusta poco llorar, excepto de risa, de risa se nos va la tarde, como quien dice. Pero sobre todo, reímos, porque en nuestra familia, los muertos tienen un compromiso con los vivos: el de repartirse entre los que quedan, y es él, el que aparentemente se fue, el que nos obliga a reír, cuando se nos adentra despacito, para dejarnos alguno de esos gestos que se repiten una y otra vez en mi familia, alguna de esas frases que pasan de tías a sobrinas, esa manía de pasarse las manos por el flequillo (jopo, le decían antes) o de tocarse las bolas a cada rato, que tuvo que venir a heredar mi hijo.
Así, de esa forma, nuestros muertos, se quedan vivitos y coleando en cada uno de los que todavía caminamos, y al cementerio, sólo llevamos la caja sobre la que llora, de risa, también el finado.

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