Divorciada, madre y para completar: ¡hija, hermana y cuñada!


Desconcertada, con el tiempo del mundo en sus manos... y nadie a quien contarle.




domingo, 3 de julio de 2011

Me echaron

Los de Congregación Americana de Escritores delegación Santo Tomé, me inviraron gentilmente a retirarme del grupo  Yo no los entiendo, ¿dónde está la libertad de expresión creativa?
Resulta que entre empanada y empanada el día de café literairio en la chopería Santo Tomé,  donde la Confederación am. de escrit. se reunió esa semana, se me dio por leer una parrafada de mi novela erótica, esa en la que estoy trabajando mientras sigo esperando que me venga el sentimiento de sentirme escritora del que me hablaron en el curso del verano, a propósito, ahora que lo pienso nadie me explicó qué se siente cuál es el sentimiento cómo se manifiesta, a lo mejor ya lo tengo y no me di cuenta; como sea, ese día me cuidé muy bien de comerme la empanada hasta que no pasara mi turno en la lectura. En la Hermandad Am. de Escrit/ras.   leemos, acá debería decir leen porque yo ya no leo y no por voluntad propia, y la cosa es más o menos así: el mozo tre las empanadas, con cerveza o gaseosa ligth eso es a elección, después empezamos (previo sorteo para ver quién va primero) la lectura. De ahí y en el sentido inverso  a las agujas del reloj nos vamos levantando y leyendo, siempre y cuando no estemos justo masticando la esmpanada,  en cuyo caso le cedemos el lugar al excritor/ a del  al lado; eso nos da tiempo a terminar la mastiación e incluso bajarla con traguito de cervez. Lo que pasó fue que yo ni loca aunque tenía unas ganas bárbaras me comía la empanada,  para no empastarme la boca, poque esa semana me había decidido y finalmente iba a leer. Leer mi novela aerótica ¿qué si no?
Cuando llegó mi turno mi compañero de la Soc. Am. de Escr. y Escr. Santotomesinos que estaba a mi lado  del lado inverso a las agujas del reloja se levantó ¡me saltaron! ¡me saltaron! y yo que había dejado que se enfiara la empanada no lo podía permitir así que me levanté a su vez y antes de que mi compñero abriera la boca empecé:
Angie

Camino por una vereda céntrica. Me espera un cliente. Es un cliente fácil, me refiero a que es fácil de complacer. Soy Ana, pero no para todos. Soy Ana para mamá, para Octavio, para Luz; para los clientes soy Angie.
Hay algo en ese nombre: Angie; algo que gusta. No parece verdadero eso da tranquilidad a los clientes. Las mujeres de mi edad no se llaman Angie, se llaman Carolina, Claudia o Susana, a lo sumo Graciela, nunca Angie. Si el nombre de una acompañante es Ángela o Angélica nunca usa Angie con un cliente, usa Monique, o Lizeth o Adéle. Las acompañantes prefieren los nombres franceses porque que para pronunciarlos hay que poner trompita, entreabrir la boca y mover la lengua dentro como si saborearas algo exquisito; además combinan bien con las caídas de ojos, las voces sensuales, y son capaces de provocar una erección con solo soplarlos en la oreja.
Lo que me atrajo de Angie es que da falso, da ángel, da jovencita -perversa- y porque se acerca mucho al mío y eso da peligro; el peligro siempre me ha producido cosquillas en el estómago y eso me gusta, por eso lo busco, por eso lo encuentro.
Volviendo a la vereda por la que camino hasta el edificio de departamentos de la otra cuadra, al cliente de hoy que es fácil: se llama Felipe y es director de escuela, jubilado, también es viudo.
Felipe no tiene hijos, ni amigos, ni siquiera compañeros del club de bochas o del club de pesca o del Centro de Jubilados; solo tiene un gato que desde que lo castró hace vida de perro; y me tiene a mí. Me parece que también tiene una sobrina que lo visita de vez en cuando, pero no estoy segura a lo mejor esa sobrina es otra fantasía, como yo que soy la fantasía del primer y el tercer miércoles del mes.
Hoy es primer miércoles del mes y casualmente Felipe cumple setenta y tres años. Es la primera vez en cuatro años que el cumpleaños de Felipe cae un miércoles en que yo vengo a ser su fantasía. El año pasado un tercer miércoles de mes coincidió con mi cumpleaños, pero Felipe no se enteró y no hubiera hecho diferencia que se enterara. Pero hoy es su cumpleaños así que tengo para él algo especial. Una historia especial.
Felipe le tiene un miedo mortal al contacto físico, a los olores, las texturas, las humedades y al HIV.
Felipe es un regular, así llamo a los que se quedan, quiero decir que se quedan conmigo después de la primera vez que contratan mis servicios.
Los regulares me eligen, me prefieren y me llaman a intervalos regulares de tiempo.
Al principio Felipe me llamaba una vez a la semana, después espació los encuentros cada diez días. Hace dos años que fijó los miércoles, el primero y el tercero del mes, un lapso invariable de catorce días entre un encuentro y otro, aunque el mundo amenace venirse abajo.
Presiono el portero eléctrico, no digo, ni siquiera pienso el piso ni el número del departamento, cuestión de discreción profesional. Cuestión de códigos como se dice ahora, no tengo la menor idea de qué código hablan pero queda bien decirlo así: yo no hablo es cuestión de código.
Con Felipe sí que tenemos un código: cuatro timbrazos cortísimos. Yo presiono el timbre y e inmediatamente, sin mediar cinco segundos, escucho la chicharra que indica que la puerta del edificio cederá si empujo, entonces empujo y la puerta de vidrio cede.
Ya dije que vengo a esta calle, a este edificio bajo y viejo desde hace cuatro años; todavía no me acostumbro a que ocurra, me paro frente al portero eléctrico y leo, no sé por qué siempre leo el nombre de mi cliente, después presiono el timbre, siempre dudo un instante, siempre espero que a los cuatro timbrazos cortísimos siga un silencio y después la chicharra pero no, eso nunca pasa. Me pregunto desde qué hora esperará. Digo, porque mi primera tarea es sorprenderlo, puedo llegar cuando me plazca, así que cambio el horario para divertirme, para crearle expectativa, para pescarlo lejos del portero eléctrico, tal vez en el baño ¿Se comerá las uñas mientras espera? Siempre está comiéndose las uñas ¿Esperará parado, apoyado en la pared de la cocina entre al teléfono interno y el horno microondas? ¿Tendrá horno de microondas?
Me miro en el espejo del recibidor, me veo bien, me arreglo el pelo, las medias dan una tonalidad más oscura a la piel de mis piernas, me gusta, me gustan las pieles oscuras, prefiero los hombres con pieles oscuras.
Me perfumo y sigo camino hacia el ascensor, pienso en la historia que le contaré hoy. Al principio, cuando contar historias era una novedad y pensaba que serían solo una etapa, la primera, de este contrato, me resultaba sencillo inventarlas. Por lo general improvisaba algo entre la planta baja y el piso al que ahora subo, pero después del primer año empecé a escribirlas, y después a corregirlas, y después a repasarlas para actuarlas lo mejor posible. Así fue como me enganché con el grupo de teatro. Por necesidad profesional podría decirse. Como con cualquier negocio en el mío hay que invertir para ganar.
El departamento de Felipe huele a jabón blanco, es un olor mitad a limpio, mitad a grasa. No es nada agradable así que vuelvo a perfumarme antes de entrar, perfumo mi cabello, rocío mis dedos y perfumo mi nariz, aspiro hondo. Los perfumes me encantan, los colecciono. Tengo incontables frascos de múltiples formas que disfruto de una forma inexplicable. Los abro y dejo que el líquido se derrame sobre mi cuello justo detrás de la oreja, lo siento resbalar, recorrer, untar la piel formando hilos se abren una y otra vez hasta formar una red brillante que sobre el pecho, sobre y los senos.
Felipe abre la puerta, ahora que lo pienso nunca he pasado de esta habitación en la que ahora me encuentro, es una sala de estar un tanto cargada, los colores son viejos, los olores son viejos. Los pisos están opacos, las cortinas son de un género que ya nadie usa, los sillones parecen no haber sido renovados nunca, tienen el tapizado gastado y están separados uno del otro por una lámpara de pie; también hay un escritorio, una biblioteca y una mecedora. Todo está muy ordenado y absolutamente limpio, como siempre.
Felipe lleva la mecedora cerca del balcón, la coloca de espaldas a la ventana por donde entra una luz segadora, y se sienta. Aunque sé que él está allí no puedo verlo solo puedo distinguir su silueta. Silueta de Felipe más silueta de mecedora: en conjunto una sombra líquida y monstruosa.
Sé que él tiene todos los sentidos alertas, puestos en mí, en mis piernas, mis pechos, mis caderas, mi pelo que ahora llevo suelto y perfuma el aire de la habitación cuando muevo la cabeza. Lo hago cuando paso cerca de él, tan cerca que puedo escuchar su respiración, a veces tranquila, otras agitada. La respiración lo delata y me avisa. Me informa sobre su cuerpo. Sobre la tirantez en la garganta, la arritmia en el pulso de las sienes.
Y seguí leyendo...

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